La armadura dorada

Era una mujer fuerte, nacida para la batalla. Embutida en su dura coraza y montada sobre su blanco corcel paseaba junto al resto de la tropa, esperando paciente el momento oportuno para entrar en acción.

Su armadura estaba algo oxidada y tenía algunos remiendos de antiguas batallas, pero la mantenía firme y protegida. Había llegado desde tierras lejanas buscando nuevas cruzadas en las que enrolarse y demostrar su valía. Los triunfos de contiendas pasadas le empujaban a la búsqueda de nuevas tierras que conquistar.

Bajó de su caballo y caminó con paso firme entre los caballeros, escuderos y trovadores que llenaban las calles del campamento. Observó que, a diferencia de otras compañías, ésta contaba con más mujeres, mujeres guerreras.

Conversó con algunas de ellas, descubrió algunas caras conocidas entre los altos mandos y pronto se sintió cómoda, integrada en su nuevo regimiento.

Le habían dicho que el general solía reunir a la compañía para instruirles en las estrategias de batalla y esperó intrigada su llegada.

El guerrero llegó cabalgando sobre un precioso caballo árabe y portando una magnífica armadura dorada. Todos los allí presentes quedaron asombrados con su prestancia.

Impresionaba su porte, su gallardía y seguridad. Pero por encima de todo, destacaba su manera de hablar. Sus discursos conseguían movilizar a los guerreros más que cualquier promesa de tierras y tesoros. Siempre encontraba la palabra adecuada en el momento oportuno. Y el brillo de su armadura le hacía destacar entre la multitud, aún en la lejanía.

Ella le observó en la distancia. Reconoció su valentía y su gran conocimiento estratégico, dignos de un gran general. Pero aunque a menudo se le veía conversando animadamente con capitanes y escuderos, doncellas y mesoneros, había algo en él que le hacía parecer, a sus ojos, poco humano, distante. Una armadura demasiado brillante, demasiado bonita y reluciente, demasiado gruesa quizás.

Sirvió durante varios años a sus órdenes, admirándole por su buen hacer como general. Y poco a poco, se fue ganando su confianza.

Una tarde, al regresar de la batalla, el general pasó galopando a su lado y, por un segundo, se levantó la visera del casco volviéndose para preguntarle: «¿Cómo estás?»

«Bien», contestó ella sorprendida. Pero no había sido la pregunta lo que había llamado su atención sino su mirada. Por un instante, el caballero con la armadura dorada le había parecido humano, frágil, como si cabalgara sin su coraza de oro. Fue tan sólo una visión fugaz. El general espoleó su montura y continuó su camino.

Esa noche, mientras se preparaba para dormir, repasó los remiendos de su propia armadura y pensó en cómo la coraza le proporcionaba una imagen ligeramente desvirtuada de sí misma a los demás. Pero cómo, tras años de usarla, ya formaba parte de su propio ser, como una segunda piel.

¿Le ocurriría lo mismo al general? Su armadura estaba muy cuidada, reluciente. Brillaba como ninguna otra que hubiera visto jamás. Y sin embargo, para ella, esa mirada que había descubierto tras el casco dorado le convertía en un hombre mucho más poderoso; un guerrero al que podría seguir en cualquier batalla, luchando junto a él.

Al día siguiente, al salir de su tienda, se fijó en las armaduras de los que encontró a su paso. Soldados con armaduras completas, gruesas o finas, nuevas o con grietas y abolladuras. Algunos sólo llevaban el casco y otros tan sólo una fina cota de malla. Pero ninguno se mostraba tal cual era. Tan sólo en la intimidad, cuando dormían o se daban un baño, dejaban su armadura a un lado.

Descubrió cómo los que llevaban las corazas más rígidas no podían agacharse, los que cubrían sus cabezas con un bello casco apenas podían ver a lo lejos, o cómo los que llevaban las protecciones más pesadas no se atrevían a nadar en el río por miedo a no poder alcanzar de nuevo la orilla.

Todos habían ido forjándose con los años sus propias corazas, trajes metálicos que ocultaban su belleza y les impedían, en muchos casos, hacer aquello que deseaban.

Decidió volver a su tienda y dejar allí su propia armadura. Saldría a luchar sin protección, dejando que el viento acariciara su larga melena, sintiéndose libre.

Pero cuando estaba a punto de quitársela, sintió miedo. Sin el metal estaría expuesta a la herida de cualquier lanza o espada empuñadas por el enemigo.

Se ajustó de nuevo la armadura y montó en su caballo blanco, mirando serena al horizonte, preparada para una nueva batalla.

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