Llevaba varios días levantándome de mal humor, sintiendo que el maldito reloj corría y corría a esas horas intempestivas, sólo para fastidiarme. En mi cabeza sólo retumbaba una idea: “Llegamos tarde, llegamos tarde, llegamos tarde,…” ¿Por qué serán tan lentos los niños al levantarse? ¿Por qué tardarán tanto en tomarse un vaso de leche? ¿Aún no se han peinado?
Estos pensamientos, y otros por el estilo, me asaltaban mientras yo corría de un lado a otro de la casa, dando gritos: “Vamos! No quiero llegar tarde otra vez!”. Camino al colegio, las caras largas, los enfados, y los malos modos eran nuestros compañeros de viaje. Finalmente, llegamos tarde.
De vuelta a casa me senté a reflexionar y llegué a la conclusión de que la realidad en ese momento, a pesar de que a mí me hubiera gustado cambiarla, era que los niños tardaban un cierto tiempo en desayunar, vestirse y prepararse para ir al colegio, y que eran mis pensamientos y no esos hechos evaluados de forma objetiva los que me llevaban a sufrir ese sentimiento de malestar.
Al día siguiente decidí apartar de mí todos aquellos pensamientos negativos que pudieran asaltarme al respecto. Sin levantar la voz, sin malos modos, intenté que se prepararan a tiempo diciéndoles. “Hoy quiero llegar pronto”. Por el camino, risas, y buen humor. Al llegar, uno de mis hijos me preguntó: “Mamá, ¿llegamos pronto?” “No – le contesté – pero llegamos más felices”.