Hace ya algún tiempo que dejé de utilizar la frase “No tengo tiempo”. En realidad, me di cuenta de que todo giraba en torno a mis prioridades. Es decir, en qué quiero emplear las horas, los minutos y segundos de cada día. Todos tenemos alguna excusa para no hacer algo y me pareció más honesto decirme a mí misma: “Elijo dedicar mi tiempo a otras cosas”.
Desde entonces, soy más consciente de a qué dedico mi tiempo y, por tanto, qué es importante para mí. Cuando no tengo “prisa”, me gusta detenerme a observar toda la belleza que se extiende a mi alrededor. Cada instante puede convertirse en un gran regalo si eliges disfrutarlo atendiendo a cada uno de sus detalles.
A bordo de un velero la vida transcurre despacio y te regala tiempo para pensar. En mi último viaje observé que me había embarcado con la idea de llegar al destino y, al rajarse la vela mayor y no poder alcanzarlo, había sentido frustración.
Minutos antes de la trasluchada que nos obligó a regresar había visto pasar un avión sobrevolando el velero. No pude evitar pensar en su velocidad y en cómo parecía burlarse de nosotros al pasar rápido hacia nuestro destino. Pero entonces me fijé en el mar, en su color plateado bajo el sol, en cómo las olas rompían contra el casco y conseguían entrar salpicándome en la cara, en el sonido del viento, en el olor a sal. Y comprendí que lo importante no era el destino sino el viaje.
No me dejo vencer fácilmente y me encantan los retos, así es que pronto volveré a intentar llegar a mi meta o incluso más allá. Sin embargo, al igual que en otros ámbitos de la vida, cada “fracaso” puede convertirse en una gran fuente de aprendizaje y, como en este caso, en un gran regalo.