¡Oh, no! ¡Toca exponer en clase!

¡Carlos Fernández!

La voz de la profesora pronunciando ese nombre le había hecho estremecerse. Ella era la siguiente de la lista.

El resto de la clase atendía a la exposición de su compañero, pero ella sólo podía escuchar los latidos de su corazón, cada vez más fuertes, cada vez más rápidos.

Sonaron algunos aplausos, y murmullos al fondo. Le tocaba ya. En su cabeza se agolpaban enmarañadas todas las frases que debía pronunciar. Trataba de repasar mentalmente su discurso, pero las palabras parecían enredarse en un bucle sin sentido.

¡Laura Gómez!

Su nombre resonó como una lápida en su corazón. Sintió que alguien le daba un codazo y se levantó. Aturullada, se dirigió hacia la pizarra. Sin alzar la cabeza, tragó saliva y se dispuso a iniciar la exposición. Las piernas comenzaron a temblarle, tanto que pensó que se caería al suelo. Y de tanto temblequear, las palabras también empezaron a vibrar en su boca. Una carcajada cruel inundó el aula. Después, la reprimenda de la profesora, y de nuevo, el silencio.

Pero en sus oídos seguían retumbando esas risas. Sus manos también temblaban, y un cerco de sudor se dibujó en su camiseta. Y entonces, cayó al vacío. No había nada en su cabeza, no salían palabras de su boca.

Apenas había dormido aquella noche pensando en su discurso, repasándolo mentalmente. Y ahora, el blanco más absoluto le envolvía. Hundió aún más la cabeza en sus hombros, y una lágrima rodó por su acongojada cara.

¡Siéntate! – Le ordenó la profesora. Y como un autómata, cumplió la orden dirigiéndose a su pupitre. Sus mejillas ardían. Sentía una mezcla de vergüenza, tristeza y rabia.

 

Todo esto había sucedido hacía unos meses, el día de su primera exposición en clase.

Ahora, después de haber trabajado con un profesional en este área para mejorar algunos aspectos importantes de su comunicación, Laura se encontraba mucho más segura de cara al examen final, que consistía, de nuevo, en la exposición de un trabajo ante sus compañeros de clase.

Algo que había aprendido en este tiempo era que llevar bien preparada la exposición, empezando por el contenido, le daba seguridad. Recordaba que aquella otra vez había llevado el tema un poco “cogido con alfileres” y esto seguramente influyó aún más en acrecentar sus nervios.

Ahora sabía también de la importancia de un buen descanso para tener la cabeza fresca. Y, por último, había practicado la exposición en casa una y otra vez, unas veces sola y otras ante su hermano y su madre, que le habían servido de público.

Cuando oyó que la profesora nombraba a Carlos, esta vez también notó que su corazón se aceleraba. Pero en esta ocasión lo tenía previsto. Respiró profundamente, despacio, inflando y desinflando su abdomen, tal como le habían enseñado. Y poco a poco se fue tranquilizando.

Al escuchar su nombre se puso en pie y se dirigió a la pizarra. Mientras lo hacía, se iba diciendo a sí misma: Tranquila Laura, lo harás bien, lo llevas bien preparado.

Empezó a hablar. Aún se sentía un poco nerviosa, pero descubrió con alegría que no le temblaban las piernas, ni la voz. Miró al auditorio, tratando de fijar la mirada alternativamente en diferentes puntos de la sala, abarcando con su discurso a todos los alumnos.

Hablaba sin prisas, vocalizando bien.

Por un momento creyó que iba a volver a quedarse en blanco, pero supo improvisar y retomó su exposición.

Al finalizar, los aplausos de sus compañeros y la sonrisa aprobadora de su profesora fueron la recompensa a esos meses de duro trabajo. Ahora, por fin, ya se sentía capaz de hablar en público. Ya nunca más volvería a sufrir como lo hizo meses atrás.

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