Cada mañana solía disfrutar de un buen café mientras observaba cómo se iba desperezando la luz de un nuevo día. Después, a paso ligero, caminaba hasta la playa. Una vez allí, me quitaba las zapatillas de deporte y dejaba que el agua helada del mar jugara con mis pies mientras la arena se iba hundiendo a cada paso, dejando atrás esas pequeñas huellas que las olas se encargaban de borrar. Caminaba cerca de una hora, disfrutando de cada instante, del olor a sal y del sonido del agua meciéndose, chocando contra las rocas, convirtiéndose en espuma y queriendo alcanzar mis rodillas. Olas traviesas que jugaban al sol, olas de agua cristalina color turquesa. Olas que en los días de tormenta se enfadaban y levantaban su espuma marrón, gritando desafiantes.
Siempre el mismo paisaje y siempre diferente. Mientras caminaba por la orilla, mis pensamientos volaban libres. Me convertía en gaviota y me elevaba en el aire dejándome llevar, flotando sobre el agua, dejando que las olas me hicieran cosquillas en el buche. Otras veces me imaginaba cangrejo y correteaba de manera pintoresca, buscando nuevos escondites en la arena.
Siempre el mismo recorrido y siempre diferente. Caminaba hasta una pequeña cala donde el viento y las olas arremetían furiosas contra una extraña roca que sobresalía a cierta distancia de la playa. Recuerdo la primera vez que llegué a aquella cala. Era un día gris y el mar parecía enfadado. Erizaba sus melenas de bucles blancos y los estrellaba contra esa roca. Por un momento me sobresaltó la idea de que era un niño que agarrado a su tabla de surf se había quedado dormido y que el mar trataba de despertarlo con sus golpes.
Un viejo pescador pasó a mi lado. Sobre el hombro llevaba una bolsa de tela, descolorida por el sol y remendada ya varias veces. Con su mano derecha sujetaba una delgada caña y con la izquierda, un cubo de latón en el que aún se removían sus trofeos de aquella mañana.
Sentí curiosidad y le saludé cortésmente mientras me asomaba al cubo. El pescador me sonrió y con la tranquilidad y paciencia que sólo parecen tener las gentes de mar, fue mostrándome una a una sus capturas. «Cuando era joven – me dijo señalando la extraña roca – solía venir con mis amigos a coger pulpos por allí, junto a la roca de la ola perfecta».
– «¿La ola perfecta?» – pregunté intrigada.
– «¿Acaso no conoce usted la leyenda?» – se sorprendió el pescador. Y al ver la respuesta en mi cara, suspiró y se sentó en la arena con la mirada fija en aquella roca.
Interpreté su silencio como el preámbulo de una bella historia, por lo que me dispuse a escucharla sentándome a su lado.
Pasaron tan sólo unos segundos que a mí me parecieron eternos y finalmente, el pescador comenzó su relato.
«Dicen las gentes del pueblo que hace muchos muchos años los jovenzuelos solían venir a esta cala a practicar surf. Ellos mismos se fabricaban sus propias tablas y, siempre que tenían un rato libre, aprovechaban para venir a, como ellos decían, coger olas.
Todos se divertían. Se les veía reír y disfrutar revolcándose con las olas, intentando mantenerse de pie sobre sus tablas. Bueno todos, menos uno. Había un muchacho que tan sólo se tumbaba sobre la tabla y esperaba su ola. Ninguna le parecía lo suficientemente buena. Las había demasiado altas o demasiado bajas, de las que venían con mucha velocidad o con demasiado poca, las que rompían pronto y las que parecían no romper nunca, olas demasiado espaciadas o demasiado seguidas, olas imperfectas. Y él, seguía esperando su ola.
Pasaba horas y horas esperando pacientemente, analizando cada masa de agua que se formaba a lo lejos, deseando que esa fuera la suya. Pero no, siempre le encontraba algún defecto y la dejaba pasar, recostado sobre su tabla, mirando al horizonte.
Se fueron sucediendo los años y el muchacho se convirtió en adulto, pero cada día siguió volviendo a la cala en busca de su ola. Una ola perfecta que nunca parecía querer llegar.
El frío y la humedad fueron haciendo mella en su cuerpo y un día gris, como el de hoy, el muchacho ya convertido en anciano, se quedó inmóvil para siempre agarrado fuertemente a su tabla.
Dicen que una de esas olas imperfectas cargada de algas pasó sobre él y lo cubrió con su manto. Y que poco a poco otras, también imperfectas, fueron depositando arena sobre él hasta formar una roca que quedaría para siempre inmóvil entre las olas.»
Sin decir nada más, el pescador se levantó lentamente y, cogiendo sus artilugios, se alejó de allí caminando despacio. Yo, pensativa, continué unos minutos más sentada en la arena, mirando aquella roca.
La vida es lo que se pasa mientras esperas que llegue la ola perfecta – sentencié. Y, a paso ligero, emprendí mi camino de regreso.
Siempre el mismo camino y, desde entonces, siempre diferente.