Ysabel, una joven guapa y alegre, llena de vitalidad, había nacido en Confortland y también había pasado sus, hasta el momento, quince primeros años de su vida en aquel bello lugar.
Confortland se encontraba en un pequeño y verde territorio rodeado por escarpadas montañas. Sus no más de cincuenta casas, hechas de piedra y adobe, se distribuían formando dos círculos concéntricos en torno a una plaza en la que destacaba un enorme árbol milenario. Serpenteando los riscos bajaba un riachuelo que discurría por la ladera de la montaña formando un anillo exterior que rodeaba el poblado y abastecía a sus habitantes de agua y pescado fresco con que alimentarse.
La vida en Confortland resultaba bastante monótona. Los hombres solían levantarse con el alba para atender sus huertas y cuidar de sus animales. Las mujeres les ayudaban en esas labores, además de cuidar de sus pequeños y atender las tareas domésticas. Los días en que no llovía, las jóvenes se acercaban al río a lavar las ropas, mientras los pequeños ayudaban a transportar el agua hasta las casas con vasijas que acomodaban sobre sus pequeñas cabezas. No era una vida fácil, aunque todos se habían acostumbrado a estas rutinas y dejaban pasar los días, uno tras otro, realizando sus tareas diarias. Así había sido siempre y así tenía que ser.
Con tantas labores quedaba poco tiempo para el descanso en Confortland pero en las largas noches de verano, cuando el calor impedía el sueño, algunos habitantes del pueblo se reunían a charlar junto al árbol de la plaza. A esas improvisadas reuniones nunca faltaba Ysabel. Le encantaba escuchar las historias que los ancianos contaban sobre su juventud en Confortland.
Aquella noche unos hombres reían recordando sus baños en el río, lo resbaladizas que resultaban las rocas del fondo y cómo se habían asustado al sentir el roce de una rama caída en el agua, a la que habían confundido con una serpiente.
– ¿Qué hay al otro lado del río? – preguntó de repente Ysabel.
– ¡Qué tonterías preguntas! – contestó el hombre, molesto por la interrupción.
– Todas las historias que contáis son acerca de vuestra vida en Confortland. ¿Es que ninguno de vosotros ha salido nunca de aquí? – insistió Ysabel.
– ¿Es que no sabes que más allá del río sólo están las escarpadas y peligrosas montañas? – rió el hombre, intentando retomar cuanto antes su historia de juventud sobre el río.
– ¿Y si existiera un camino entre las montañas? ¿Y si fuera posible atravesarlas y descubrir una nueva tierra?
Ysabel no se daba por vencida y un murmullo de voces incómodas fue creciendo en la plaza.
– ¿Y si nos estuviera esperando una vida de aventuras en la que ningún día fuera como el anterior?
El hombre, enfadado, se levantó y zanjó la conversación:
– La vida fuera de Confortland es peligrosa. Aquí vivimos bien. No nos falta de nada. ¿Para qué querría nadie arriesgarse a ser comido por los lobos, a caer de un peñasco, a pasar hambre o a sufrir las inclemencias del tiempo fuera de la comodidad de su hogar? Déjate de sueños, Ysabel. Las cosas siempre han sido así y así deben ser. Y ahora, a dormir, que mañana habrá que levantarse temprano para dar de comer al ganado y limpiar las cuadras.
Los allí reunidos asintieron de acuerdo con sus palabras y, levantándose en silencio, fueron marchando hacia sus casas.
En la plaza sólo quedó Ysabel. Se resistía a pensar que Confortland era todo lo que tendría en su vida y sus pensamientos volaban sobre el río y las montañas hacia un nuevo territorio desconocido, lleno de oportunidades. Apoyó su espalda en el gigantesco árbol y, al poco, el sueño le venció.
El primer rayo de sol se coló entre las hojas del árbol para despertar a Ysabel. Las estrellas habían desaparecido, transformándose en pajarillos que volaban alegres por el cielo. Una idea aterrizó en la cabeza de Ysabel: ¿Y si fuera pájaro? ¿Y si pudiera ver qué hay tras las montañas?
Se levantó de un salto y comenzó a trepar por el árbol. Recordaba las palabras de sus mayores y sentía miedo: «No subas nunca al árbol, te podrías caer. Es un árbol viejo y sus ramas no son seguras. Además, no hay nada que ver más allá de Confortland, aquí tenemos todo lo necesario para vivir». Con cuidado, iba apoyando sus pies en las ramas más gruesas, agarrándose fuerte antes de dar el siguiente paso. Y sin apenas darse cuenta, pronto la cabeza de Ysabel asomó por encima de las hojas más altas.
Cansada pero satisfecha, Ysabel miró al horizonte. Desde allí pudo distinguir con claridad la disposición de las casas de Confortland y cómo el río las rodeaba en un círculo casi perfecto. Detrás, las montañas parecían formar una barrera infranqueable. ¿Y si existiera un camino? ¿Y si pudiera seguirlo? ¿Dónde me llevaría?
Ysabel miraba despacio a su alrededor, como si escaneara con la mirada cada centímetro de la majestuosa muralla. Y entonces, lo vió. ¿Cómo no lo había visto antes? El río rodeaba Confortland en un circulo casi perfecto y después parecía desaparecer de nuevo entre las montañas. ¡Ese era el camino! Si las aguas habían logrado pasar, también ella lo lograría.
Bajó del árbol con cuidado de no lastimarse y se dirigió hacia su casa. En un saco metió algo de comida, una manta, y algunos pequeños utensilios que le parecieron necesarios para iniciar su aventura. Se colgó el saco a la espalda y, sin despedirse, se dirigió con paso firme hacia el lugar donde había descubierto su grieta de escape hacia lo desconocido.
Tenía miedo y las dudas aún rondaban su cabeza, pero la emoción que sentía le daba fuerzas. Llegó al sitio señalado y se metió en el río. Tal como había visto desde las alturas, el río se estrechaba y se colaba entre las rocas para atravesar el muro. Comenzó a nadar. No sentía el frío del agua, tan sólo una enorme satisfacción que le llenaba el alma. Ya no podría volver nunca más a Confortland pero no le importaba. Más allá de las montañas encontraría una nueva tierra desconocida, llena de oportunidades, donde cada día sería diferente al anterior. Una nueva tierra a la que ella puso de nombre Ysiland.