Era un tipo duro, de los de paso firme y profunda mirada. Amable en el trato y con don de palabra, a menudo era bien acogido por los que le rodeaban. Sin embargo, tenía una característica que le hacía ser admirado por muchos y temido por todos. Siempre que algo desastroso ocurría, allí estaba él, señalando con su dedo acusador al culpable de la tragedia. No importaba lo que hubiera ocurrido; siempre encontraba al culpable. Era «el Cazador de culpables».
Los niños no dejaban de sorprenderse de la facilidad con la que, en cualquier ocasión, «el Cazador» conseguía atrapar a su presa.
Y así fue como, tomando como modelo a su ídolo, los niños comenzaron a jugar a ser «el Cazador de culpables». Al principio tan sólo era un juego. En el recreo todos querían ser «el Cazador» ya que si éste chutaba el balón demasiado fuerte y lo lanzaba por encima de la tapia del colegio, siempre podía echarle la culpa al director del centro por mandar construir una tapia demasiado baja, o al compañero de juegos que tenía que haber atrapado el balón.
Ser como «el Cazador de culpables» era todo un alivio. Buscar culpables proporcionaba una sensación tan agradable que los niños comenzaron a hacerlo también durante las horas de clase e incluso en sus casas. Así, si no habían estudiado para un examen, la culpa del suspenso era evidentemente del profesor, que no había explicado bien el temario o que le había cogido manía.
Echar la culpa a los demás comenzaba a ser casi adictivo, tan extasiante que cada vez querían hacerlo más y más. Y no sólo los niños. Los adultos también comenzaron a buscar culpables para sus problemas diarios. Los problemas no desaparecían, claro, pero esa sensación de poder echarle la culpa a los demás casi los compensaba.
Pronto todos habían adquirido la costumbre de buscar culpables y el verdadero «Cazador» empezó a sentir que su labor ya no tenía sentido. Ya no le admiraban ni le temían. No era diferente a los demás.
Cabizbajo, sumido en sus pensamientos, se dirigió hacia su casa. Al entrar, unos zapatos en mitad del pasillo le hicieron tropezar y cayó dando de bruces contra el suelo. Malhumorado y dolorido se dispuso a buscar al culpable de su caída pero, al incorporarse, lo único que vio fue su propia imagen reflejada en el espejo de la entrada. El pensamiento le atravesó como una fina puñalada (¿habría sido él el culpable?).
Mientras recogía los zapatos con los que había tropezado, una sonrisa se dibujó en su cara. Ser responsable de las propias acciones, una experiencia nueva, algo dolorosa, pero… muy interesante!
Volvía a ser diferente.