Pilar miró el cuadrante de la sala de profesores por cuarta vez durante la mañana. Cambiar de aula para impartir cada una de sus clases era algo nuevo para ella. Como había sido nuevo adaptarse a la pizarra digital, a tener un libro de texto «virtual», a tener que innovar en cada sesión, a descubrir y adaptar nuevas metodologías de enseñanza,… «¡Todo por el bien de mis alumnos!» – se dijo.
Aún tenía cinco minutos y se sentó a repasar las anotaciones de su cuaderno. Tenía el portátil, claro, pero aún no había renunciado a su viejo cuaderno. En ese momento entraron en la sala tres profesores más. Venían discutiendo, o al menos eso parecía por sus gestos airados y el tono de voz elevado. Algo ocurría con «el nuevo», un coordinador jovencito, recién llegado, que por lo visto sabía mucho porque había estudiado en el extranjero y que pretendía cambiar todo lo establecido. Pilar intentó aislarse, centrándose en su cuaderno.
– «¡Ah, Pilar!» – dijo uno de los que entraba – «Precisamente contigo quería hablar. El coordinador nos ha pedido que organicemos una jornada de presentación a los padres de todo lo que se está trabajando con los chicos. Hay que prepararlo para la semana que viene. Necesita que le entregues mañana tu propuesta sobre tu área. ¡Y que sea amena!»
Pilar sintió un enorme peso sobre su cabeza, como si algo le estuviera aplastando. Casi no era capaz de recordar todas las cosas pendientes que tenía. Y ahora…una más.
Encima esa tarde había pensado ir a visitar a su sobrina, que había tenido un niño hacía unos días. Uff…cambio de planes.
Se levantó y se dirigió a su aula. Su cabeza era un hervidero. Repasaba mentalmente todos los temas acumulados. Le dolía la cabeza. Y ahora tendría que enfrentarse a un grupo de más de veinte adolescentes a los que seguramente no les interesaba lo más mínimo su asignatura, y que tan sólo estarían pensando en sus niñerías…
Una alumna le abordó por el pasillo: «Pilar, ¡un niño me ha quitado el estuche!».
– «Dile que te lo devuelva o está castigado» – respondió Pilar secamente. Y aceleró el paso hacia su aula.
«¡Más problemas!» – pensó – «¿Es que acaso soy la súper profe?»
Pilar encendió la pizarra digital y comenzó a impartir su última clase de la mañana… Sin duda no fue una de las mejores, y eso le hizo irse disgustada a comer.
En muchas ocasiones los profesores se sienten así. Se les agolpan uno sobre otro los «tienes que». Se les exige realizar muchas tareas diferentes en un tiempo limitado, adaptarse a los nuevos roles de acuerdo con la nueva sociedad, formarse en nuevas metodologías, manejar con soltura las nuevas tecnologías, diseñar y preparar los contenidos de sus clases, atender a los alumnos, empatizar con ellos…
¿Y yo qué? ¿Qué pasa conmigo?
No se trata de ser «súper profe» sino de no dejarnos abrumar por las circunstancias. Aprender a reconocer y gestionar nuestras emociones es algo fundamental a lo largo de toda nuestra vida. Y gestionar no significa reprimir o anular, sino tan sólo adecuar la duración e intensidad de la emoción a la situación que la provoca.
¿Cómo se siente Pilar en este momento? ¿Es capaz de distinguir exactamente cuál es la emoción que está experimentando? ¿Es rabia? ¿Frustración? ¿Ansiedad?
¿Cómo se está reflejando esa emoción en su cuerpo? ¿Qué síntomas le están indicando cuál es la emoción que está sintiendo?
Muchas veces, el simple hecho de tomar consciencia de qué nos está pasando, de ponerle nombre a la emoción y de pararnos a observarnos un poco, a darnos cuenta de cómo está nuestro pulso de acelerado, de si nuestros músculos están contraídos o no y cuáles, de si respiramos aceleradamente, de en qué parte de nuestro cuerpo sentimos esa presión,…, esto ya nos ayuda a sentir que empezamos a coger nuestras propias riendas.
Pero además de a nuestro cuerpo, también debemos atender a nuestra mente. ¿Qué está pensando Pilar? ¿Cómo le ayudan esos pensamientos? Lo que piensa, ¿es algo completamente cierto o cabría la posibilidad de que no fuera realmente así? ¿Por qué otro pensamiento podría sustituirlo que le ayudara a gestionar esa emoción?
La mayoría de las veces, lo que pensamos va mucho más allá de la realidad. Juzgamos a los demás, anticipamos situaciones, inventamos confabulaciones misteriosas hacia nuestra persona… Analizar lo que pensamos, evaluando la posibilidad real de que sea cierto, o anticipando las consecuencias reales de lo que podría pasar, nos ayuda a tener un mayor control de la situación.
Y por último, es importante darnos cuenta de cómo reaccionamos nosotros con esa emoción. ¿Es posible cambiar esa reacción? ¿Qué podría pasar?
Normalmente sentimos las emociones como si fueran una olla de agua puesta a hervir. El agua se va calentando, comienza a hervir y finalmente se sale de la olla salpicando y derramándose sin control. Si somos capaces de detectar nuestro propio punto de ebullición, posiblemente podremos hacer algo para apagar el fuego antes de que el agua comience a borbotear.
Y cuando el agua está tranquila, las cosas comienzan a verse de otra manera.
¡Animo profes!