Pensamientos, emociones y comportamientos…¿me dejo llevar?

Un domingo más me senté en la grada para ver el partido que acababa de comenzar. El equipo local sentía la presión de jugar de casa, de no querer defraudar a su afición, y sus gritos de automotivación se habían escuchado en el vestuario: “¡Animo chavales! ¡A por los tres puntos!”
Sin embargo, algunos errores iniciales bastaron para que la falta de confianza se apoderara de ellos. El equipo contrario parecía doblarles en número. Estaban por todas partes y conseguían sin mucho esfuerzo cortar cualquier tipo de iniciativa de los locales. Se palpaba el nerviosismo. No era ese el rival que habían esperado encontrarse.
Una nube invisible se posó sobre sus cabezas y en ella comenzaron a amontonarse sus diálogos internos: “Hoy no es mi día”, “no me sale nada”, “otra vez me han robado el balón”, “no puedo”, “nooo”… Y la nube se fue extendiendo por todo el campo, contagiando a cada uno de los jugadores, impidiéndoles realizar correctamente sus acciones, afectando gravemente a su rendimiento.
En una desafortunada jugada llegó el 0-1. Y con el gol en contra, el desánimo se apoderó del campo local. La nube se hizo más densa y pesada, agarrotando sus músculos, impidiéndoles moverse con agilidad, afectando a su juego, volviéndolo lento y poco certero.
Alguien intentó desesperadamente modificar el ánimo de sus compañeros y gritó: “¡Cabeza arriba! ¡Vamos chavales!”. Una pequeña ráfaga de viento pareció cruzar el césped. Pero el desánimo tan sólo se transformó en frustración. Los autodiálogos negativos parecían haber entrado en confrontación con las ganas de revertir la situación, pero esa lucha sin orden ni dirección llevaba a los jugadores al borde de la desesperación. Comenzaron las jugadas agresivas, el descontrol, las protestas, las patadas, los insultos y malos modos entre ambos equipos, las recriminaciones al árbitro, …, y los errores continuaban, alimentando esa lucha interna que ya se reflejaba en el terreno de juego.
Varias amonestaciones y alguna expulsión después, por fin se produjo el cambio. Los movimientos en el once inicial permitieron entrar sangre nueva, jugadores no contaminados por la nube tóxica que cubría el campo. Las ganas de jugar, partir de cero y centrarse en lo que dependía de ellos, atender únicamente a cada una de las jugadas, luchar cada balón como si fuera el último sin importar el marcador ni el tiempo disponible, consiguieron ir transformando poco a poco esa frustración en coraje.
Y a pesar de que el equipo local tan sólo contaba ya con nueve jugadores en el césped, el coraje logró multiplicarlos, atosigando y minimizando al equipo rival. Esta nueva emoción logró desterrar del campo la frustración y la rabia, convirtiendo esa energía en ganas de luchar, que pronto se vieron recompensadas con un gol y algunas oportunidades más.
El árbitro hizo sonar su silbato y el partido concluyó. No había tiempo para más, tan sólo para la reflexión y el aprendizaje.
¿Cuántas veces en nuestro día a día cedemos al autosabotaje de nuestros pensamientos? Sabemos hacer algo, tenemos los conocimientos y habilidades necesarias, lo hemos realizado en otras ocasiones y, sin embargo, cualquier pequeño cambio respecto a lo que habíamos previsto nos hace dudar. Y la duda nos lleva al error. Y el error a negarnos a nosotros mismos la posibilidad de empezar a hacer las cosas bien.
Las situaciones simplemente suceden. Hay muchas cosas que no dependen de nosotros y que no tenemos posibilidad de cambiar. Sin embargo, lo que sí podemos elegir es la actitud con la que nos enfrentamos a cada una de ellas. Podemos caer en el desánimo, la desesperación o la rabia. O podemos dar un paso atrás para contemplar la situación desde una pequeña distancia que nos permita deshacernos de esas emociones que no nos dejan afrontarla de la mejor manera posible y elegir una nueva actitud que nos lleve a centrarnos en hacer bien lo que únicamente depende de nosotros mismos.
Cuando sentimos que las cosas fallan, que no logramos hacernos con la situación, podemos aprender a parar un momento y dar un manotazo a esos pensamientos que nos sabotean, desterrándolos de nuestra cabeza. Y en ese instante, llenar nuestro cerebro de las instrucciones concretas que nos lleven a centrarnos en la ejecución de nuestras acciones, de nuestras palabras o movimientos, de lo que depende de nosotros. Sólo así conseguiremos recuperar el control de nuestros comportamientos, poniendo los pensamientos al servicio de nuestra actitud y no consintiendo que sean éstos los que dirijan nuestras acciones.
Y tú, ¿tomas el control o te dejas llevar?

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