Crispín y el escuchador

Quedaban tan solo unos días para la gran noche y Crispín comenzaba a sentir que su nuevo puesto le superaba. Su carrera profesional había sido meteórica. Después de apenas doscientos años trabajando como paje empaquetador le habían ascendido a supervisor de planta. Y ahora, cien años más tarde, Su Majestad le acababa de nombrar Director del área de Realización de Deseos para toda Europa. ¡Increíble!

El ascenso no podía haber llegado en mejor momento. Hacía tiempo que se había fijado en Monique, una de las trabajadoras del departamento de Lazos Dorados y … bueno, había pensado en dar el siguiente paso.

Pero las cosas no estaban funcionando como él esperaba. Supervisar una planta era una cosa pero dirigir un continente entero… Las tareas se le agolpaban, los pedidos no paraban de llegar. Cartas, emails, sueños…¡hasta las malditas redes sociales se llenaban estos días de deseos que cumplir! No podía más. Estaba agotado, desorientado, nervioso, aturdido. Necesitaba ayuda. Pero ¿de quién? Muchos le habían ofrecido sus consejos. Pero claro, una cosa era decirlo y otra hacerlo. Además, él no era como los demás y por tanto, las experiencias de los otros tampoco se ajustaban como debieran a su propia realidad.

Esa tarde, mientras tomaban un trozo de roscón recién hecho, migado en una taza de chocolate caliente, Monique le habló de «la escuchadora», una mujer dulce, joven y bastante atractiva, con el pelo adornado con dos pequeños lazos dorados. Según Monique, aquella joven sería la solución a todos sus problemas. Tanto insistió Monique que, por no contrariarla, acordó en ir a visitar a la tal «escuchadora» al día siguiente.

Muy temprano, después de su ejercicio diario (Crispín creía firmemente que los pajes debían mantenerse siempre en buena forma física), se dirigió a la dirección que le había facilitado Monique. Era una pequeña casa, cerca de un palmeral. Sobre la puerta, de un color azul intenso, colgaba un pequeño cartel en el que tan sólo se leía «ADELANTE». Y ante tal invitación, Crispín respiró profundamente y traspasó el umbral.

Lo que vio al entrar le dejó bastante confuso. No había ni rastro de aquella joven de lazos dorados que él esperaba ver, sino tan sólo un paje de tez morena y cuerpo atlético. Había algo en él que le resultó agradable, casi familiar.

El joven le invitó a que se sentara y Crispín, que había acudido allí con el firme propósito de encontrar solución a sus problemas, se olvidó por completo de la dulce «escuchadora» y comenzó a hablar. A lo lejos se escuchaba el frescor de una fuente y las risas alegres de unos niños que jugaban en la calle. Pero poco a poco, esos sonido se fueron apagando para dar paso tan sólo al de sus palabras. Se sentía muy cómodo con él y, como si le conociera de siempre, comenzó a relatarle el motivo de su visita.

Había algo extraño pero muy agradable en la manera de escuchar de aquel joven. Parecía comprenderle a la perfección y no le interrumpía constantemente para ofrecerle consejos o recriminar sus palabras. Le escuchaba de manera que al hablar, las palabras parecían rebotar en él volviendo a Crispín tal cual, aunque ligeramente ordenadas. Era como si ahora, todo lo que Crispín había contado y se había contado a sí mismo una y otra vez, de repente comenzara a tener sentido.

Crispín sentía cómo algunas de sus palabras parecían volver a él en forma de pregunta y se quedaban, como el eco, dando vueltas dentro de su cabeza hasta que, sin saber muy bien cómo, una nueva idea surgía de su boca.

Fue así como, poco a poco, fue ordenando sus pensamientos. Se dio cuenta de que aún seguía haciendo muchas de las tareas de su puesto anterior como supervisor de planta. El siempre había sido un paje muy detallista y le gustaba que las cosas se hicieran «como debían hacerse». Pero posiblemente de entre sus ayudantes habría alguno suficientemente capacitado como para desempeñar algunas de esas tareas, siguió razonando. Si le explicara claramente qué significaba para él hacer las cosas «como debían hacerse», probablemente no surgirían confusiones. En cualquier caso, era algo que podía probarse. Y así él dispondría de más tiempo para ejecutar las tareas propias de su nuevo puesto. Ser director de todo un continente, concluyó, suponía no atender tanto a los detalles sino a la buena ejecución en su conjunto. La rapidez en la toma de decisiones, por ejemplo, era fundamental.

La gran noche estaba cerca y todo debía estar preparado para entonces. Preparó una pequeña lista con algunas acciones a emprender ese mismo día y se levantó para despedirse del joven paje, no sin antes acordar una nueva entrevista para dos días más tarde en la que le comentaría sus progresos. Al darle la mano se sorprendió. Era como si se viera a sí mismo frente a un espejo. Le miró por un momento a los ojos, verdes como los suyos, y descubrió seguridad y decisión. En realidad, ese muchacho no había hecho mucho más que escucharle, aunque eso sí, de una manera especial como nunca antes se había sentido escuchado.

Ya en la puerta se cruzó con una mujer morena que parecía tener una cita con el «escuchador». Volvió la cabeza para despedirse de él por última vez pero ya no estaba. La misma silla que antes ocupaba el joven de ojos verdes estaba ahora ocupada por una mujer morena que se levantaba a saludar amablemente a la que se acercaba.

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