¿Y mi etiqueta?

La actividad en el Centro Nacional de Nacimientos era frenética. A cada niño, al nacer, le ponían una pulserita blanca con la fecha y hora de su llegada al mundo, su sexo, talla, peso y un espacio donde los padres debían escribir el nombre del bebé. Pero además, antes de abandonar el Centro, cada bebé debía tener asignada su propia etiqueta.

Los etiquetadores eran especialistas cuya misión era observar a cada niño desde su nacimiento, así como a sus padres, familiares y amigos, escuchando atentamente los comentarios que hacían sobre el pequeño. De esta manera, lograban adjudicar a cada uno su etiqueta. «¡Mira qué dormilón es!»- escuchaban los etiquetadores -«¡No se despierta ni para comer! Este tiene pinta de que va a ser un vago, ¡como su padre!». Y ya estaba, rotulaban la palabra «vago» en la etiqueta y se la entregaban al bebé.

Cada recién nacido recibía su etiqueta personal: guapo, torpe, gracioso, risueño, tímido, gruñón, nervioso,… y a partir de ese momento, todos los que le conocían coincidían en lo acertado de la misma. Siempre encontraban detalles que confirmaban la elección de los etiquetadores. Al fin y al cabo, ser especialista etiquetador era una profesión que requería una enorme preparación, así como unas grandes dotes de perspicacia y observación. De hecho, muchos de los niños que eran etiquetados al nacer como «observador» terminaban desempeñando esta importante labor.

De esta manera la vida era mucho más fácil. Cada niño sabía exactamente cómo debía comportarse. Procuraban hacer honor a su etiqueta y los adultos parecían alegrarse de que los desobedientes no hicieran caso, los torpes tropezaran a menudo, los graciosos contaran chistes o los nerviosos no consiguieran articular palabra en los momentos de mayor tensión. Todo era bastante predecible y eso proporcionaba cierta tranquilidad y orden en la sociedad.

Las cosas siguieron así hasta aquel día, el día en que nacieron los quintillizos. Los etiquetadores no sólo tenían que atender al número de nacimientos habituales, sino que además ese día se había acumulado el trabajo a causa de los quintillizos. Estaban desbordados. El Centro Nacional de Nacimientos parecía un hervidero. Los periodistas entraban y salían, preguntando a cada momento si ya se conocían las etiquetas de los cinco hermanos. Los etiquetadores no paraban de observar. Temían equivocarse. Las etiquetas saldrían publicadas en la prensa y seguramente alguno de ellos incluso dispondría de algunos minutos de gloria en la televisión local como artífice de las tan esperadas etiquetas.

Fue un día realmente agotador. Casi al final, rondando las doce de la noche, nació el último bebé del día. Era un niño chiquito, con la carita redonda y ojos despiertos. Un etiquetador le observaba con atención. «Ya lo tengo» – se dijo, y fue a echar mano de una etiqueta para rotularla y prendérsela al bebé. Pero..¡oh, no! ¡Las etiquetas se habían agotado! Rebuscó impaciente en los cajones, en los bolsillos de su bata, encima de las estanterías, pero nada, con tanto nacimiento ese día, las etiquetas se habían acabado.

Seguramente habría más etiquetas en el almacén – pensó – pero…bajar a por ellas le supondría perder tempo y llegaría tarde a la fiesta de esa noche. ¡Ahhh, las fiestas!…eran su perdición. No en vano su propia etiqueta rezaba «fiestero». No había faltado a una fiesta desde que tenía uso de razón. El trabajo de etiquetador lo había conseguido precisamente gracias al director del Centro Nacional de Nacimientos, al que había conocido hacía unos meses en una fiesta. Una sonrisa se dibujó en su cara y …no lo pensó más, la fiesta le esperaba.

Y allí se quedó el bebé de la carita redonda y los ojos despiertos, sin etiqueta. Con el barullo que se había organizado en el Centro Nacional de Nacimientos a causa de los quintillizos, nadie reparó en la falta de etiqueta del bebé y así fue como se lo entregaron a su madre.

El niño fue creciendo sin etiqueta, algo confuso. Todos los demás niños sabían muy bien cómo comportarse pero él…Nadie esperaba de él que actuara de ninguna manera concreta y eso le hacía sentirse diferente. «¿Y mi etiqueta?» – se preguntaba a menudo.

El día de su quinto cumpleaños su madre le despertó con un beso, como cada mañana, y le entregó un regalo. El niño se incorporó en la cama y rebosante de curiosidad, lo abrió. Era una caja de cartón, adornada con papel de seda. En su interior…¡cientos de etiquetas escritas a mano con la preciosa letra de su madre! Listo, educado, travieso, vergonzoso, cariñoso, lento, fuerte, …

Ahora, le dijo su madre, podrás ser todo lo que tú quieras. Cada día podrás ponerte la etiqueta que mejor te siente, e incluso podrás guardar en tus bolsillos algunas etiquetas por si cambias de opinión durante el día.

El niño rebuscó entre las etiquetas de la caja y escogió una que decía «Feliz». Se la prendió en el pijama y le dio un fuerte abrazo a su madre, llenándola de besos.

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