Padres: los grandes olvidados del deporte

Los pasados 17 y 18 de octubre se celebraron en la Facultad de Psicología de la UNED en Madrid las XVII Jornadas de Actualización en Psicología del Deporte. Una ocasión más para seguir aprendiendo de la mano de excelentes profesionales en esta materia, encabezados por Chema Buceta, referente indiscutible a nivel internacional.

Quizás para mí el aspecto más destacable de estas Jornadas fue la relevancia que se le otorgó a los padres de los deportistas, habitualmente los grandes olvidados del deporte.

A menudo se habla de lo que los padres hacen mal en relación a la formación deportiva de sus hijos pero casi nunca se habla de todo aquello que hacen bien.
No faltan en internet referencias del tipo de «Los 10 Mandamientos para los padres de deportistas» o incluso «Lo que NUNCA puedes hacer si eres padre de un deportista». Normas, prohibiciones y reglas, escritas con mayor o menor tino que, lejos de alcanzar su objetivo de contribuir a la mejora del deportista, crean barreras entre los distintos agentes involucrados en la formación deportiva de los niños y jóvenes.

He llegado a escuchar ideas tan disparatadas como la de prohibir a los padres asistir a los entrenamientos o partidos de sus hijos, o expresiones tan desafortunadas como la de que «el mejor deportista es el deportista huérfano». Se trata a los padres como si fueran un problema para la formación de los deportistas cuando en realidad si no existieran los padres no habría deportistas que formar.

El papel que juegan los padres en la facilitación y potenciación de la práctica deportiva de sus hijos es fundamental. Los padres son los que inician a sus hijos en la práctica deportiva, los que les llevan a los entrenamientos o competiciones, los que renuncian a parte de su tiempo de ocio por dedicarlo a la actividad deportiva de sus hijos, los que deciden dedicar parte de sus ahorros en una mejor escuela, un mejor entrenador o un mejor material deportivo para sus hijos, los que en definitiva hacen todo lo que está en su mano para que los niños puedan disfrutar del deporte.

Si hay algo que definitivamente es una constante en todos los padres es que todos hacen aquello que creen que es lo mejor para sus hijos. Cada uno, dentro de sus posibilidades, ofrece a sus hijos el máximo, siendo capaces de hacer enormes sacrificios tanto personales como económicos con tal de ver esa cara de felicidad y satisfacción que tienen sus hijos al realizar su actividad deportiva favorita.

Esa cara, esa sonrisa, compensa cualquier otro esfuerzo realizado. Las emociones envuelven cualquier racionalidad que pueda existir en las relaciones entre los deportistas jóvenes y sus padres. Por eso las listas de normas, e incluso las charlas para padres, no calan. Los padres ya se saben la teoría; al menos la teoría básica. No necesitan que nadie les diga, por ejemplo, que gritar al árbitro está mal o que insultar a los padres del equipo rival no tiene ningún sentido. Estoy convencida de que, si les preguntáramos, todos coincidirían en señalar los comportamientos adecuados y no adecuados en situaciones clave como una competición.

¿Qué ocurre entonces? Simplemente, las emociones les desbordan. Ser padre no es fácil; ser padre de un deportista, menos aún.

Como en todos los ámbitos, en el deporte también existen sanguijuelas que se aprovechan de esto para conseguir sus propios objetivos económicos, prometiendo a los padres que sus hijos se convertirán en grandes estrellas a cambio de un ¿pequeño? esfuerzo económico más. Y los padres caen, porque no podrían soportar que el día de mañana su hijo les echara en cara no haber llegado a ser una estrella por haberle negado ir a aquel campus de prestigio, no haberle comprado aquel material deportivo de última generación o no haberle llevado dos días más a la semana a entrenar.

Los padres, por encima de todo, quieren que sus hijos sean felices. Pueden soportar sus propias frustraciones pero….¿ver a su hijo llorando al terminar esa competición que tanto esfuerzo ha supuesto para él (para todos)? Eso no. Eso toca su más profundo instinto animal y por eso son capaces de cualquier cosa con tal de protegerlo.

El instinto de protección, el amor hacia sus hijos, es lo que les mueve a tener todos esos comportamientos que racionalmente saben que no están bien. Un instinto de protección en ocasiones desmesurado, ya que por desgracia se tiende a sobreproteger a los hijos. Es natural querer que nuestros hijos triunfen, que sean felices y las cosas les vayan bien. Pero las frustraciones y los fracasos también forman parte del aprendizaje y aunque no son agradables, son necesarios.

Quizás la tarea de los psicólogos del deporte así como del resto de personas involucradas en la formación y desarrollo deportivo de los jóvenes no esté tanto en definir esas listas de conductas adecuadas sino en provocar reflexiones acerca de las mismas y ayudar a los padres a que encuentren sus propias herramientas para poder gestionar sus emociones.

Partamos de todo lo que ya hacen bien, valoremos y agradezcamos su esfuerzo, su dedicación y su apoyo y ayudémosles a gestionar esas emociones que tantas veces les impiden disfrutar como se merecen del desarrollo deportivo de sus hijos.

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