El tiovivo

Aún recuerdo el día que instalaron el precioso tiovivo en la explanada, a las afueras del pueblo. Era verano y comenzaban las fiestas de la patrona. Junto al tiovivo había decenas de puestecillos de feria. En unos podías comprar algodón de azúcar o manzanas de caramelo. En otros, si eras habilidoso con los dardos, podías llevarte una taza, un llavero o incluso un peluche, ¡algunos casi tan grandes como yo! Había mucha gente y la música se escuchaba desde lejos. Los chicos mayores disfrutaban en los coches de choque, aunque a mí no me gustaban porque siempre acababa haciéndome daño.

Lo que sí me gustaba de verdad era el tiovivo. Parecía hecho de merengue y oro, con luces y espejos que lo hacían aún más vistoso. Había tigres, avestruces, cerdos, un cisne, dos cebras,… pero de entre todos los animales que formaban parte del tiovivo mi preferido era Lucero, un precioso caballo blanco. Los cuatro días que duraron las fiestas conseguí que mis padres me llevaran al tiovivo. Y los cuatro días monté a lomos de Lucero, hablándole mientras dábamos vueltas y la música sonaba alegre, confundiéndose con las risas de los niños.

Aún no sé por qué razón, quizás por el éxito que tuvo entre la chiquillería, al acabar las fiestas no desmontaron el tiovivo, sino que se quedó allí para siempre, como un miembro más de nuestra localidad. Entre semana permanecía quieto y en silencio pero los fines de semana volvía a resplandecer y todos los niños de los alrededores corríamos a subir en él. Así fue como surgió mi amistad, por llamarle de alguna manera, con Lucero. A menudo me acercaba a verle y a charlar con él. Le contaba lo que había hecho durante el día, mis inquietudes, mis problemas. Y aunque él no me contestaba, siempre con su elegante postura y su melena al viento, en sus ojos podía ver que me comprendía.

Pasaron los años y mis visitas a Lucero se fueron distanciando. Había muchas otras cosas que llamaban mi atención. Acabé mis estudios, viajé, conocí gente nueva, me mudé a la ciudad,…

Hoy era el cumpleaños de mi hija y, no sé por qué, me acordé de Lucero. Por eso volvimos al pueblo, para que mi niña pudiera montar en aquel viejo tiovivo como lo hacía yo cuando tenía su edad.

El tiovivo estaba igual que entonces. Lo habían mantenido perfectamente durante todos estos años y seguía brillando como el primer día. Lucero mantenía su majestuosa estampa. ¡Qué alegría verle!

Aupé a mi pequeña a su montura y yo me quedé de pie, a su lado, acariciando a Lucero mientras el tiovivo giraba. Todo seguía igual.

Bueno, casi todo. La explanada del pueblo ya no era tal sino una plaza rodeada de bloques de pisos. Y junto al tiovivo ahora había un enorme parque infantil y una fuente que parecía lanzar chorros de agua de colores.

Al son de la música le conté a Lucero lo que había hecho durante todo este tiempo. Mientras hablaba, me di cuenta de cómo había cambiado mi vida, de todas las cosas que había hecho y que, sin embargo, Lucero había permanecido girando, dando vueltas en el mismo sitio, junto a los mismos animales de madera y con la misma música de fondo.

– ¿No te hubiera gustado ser un caballo de verdad y vivir aventuras? – le pregunté.

Lucero se mantuvo impasible, trotando siempre al mismo compás, ni más rápido ni más despacio. Al terminar la canción el tiovivo se detuvo, ayudé a bajar a mi pequeña y nos marchamos.

En el coche, de vuelta a casa, he pensado en Lucero. Me he dado cuenta de que a algunas personas les pasa lo mismo que a él; prefieren mantenerse aferradas a lo que conocen por miedo al cambio, a la incertidumbre de lo que podría pasar si se salieran más allá de su círculo. Sin embargo no entienden que, quieran o no, el cambio forma parte de la vida y que, al igual que la explanada ha dado lugar a una plaza y los niños de entonces ya somos adultos, las circunstancias van cambiando constantemente a nuestro alrededor sin que podamos evitarlo.

Aprovechar esos cambios para nuestro propio desarrollo o negarlos y seguir dando vueltas dentro del tiovivo es lo único que depende de nosotros.

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